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Microrrelato: «Y la vida siguió»

Desde la esquina un policía nos observaba fijamente, pendiente de cada movimiento…Cuando se despertó, no recordaba más que esa escena de todo lo acontecido unas semanas atrás. Estaba solo en una especie de simulacro de habitación de hospital, tumbado en una cama que bien podría haber salido de cualquier trastero y dentro de unas sábanas repletas de chinches. Sentía una severa cojera en la pierna izquierda, su pierna de apoyo, su pierna que le valía para dar un paso más que aquellos que solo tienen una pierna. ¿Sería un privilegiado por tener dos piernas?, se preguntaba a menudo. Y ahora, al tener casi inútil una de ellas podía resolver claramente esa pregunta…¡era un bendecido por ello!. Quizás no valoremos lo que tenemos si lo tienen también la mayoría, tal vez sólo queramos tener más que el resto, posiblemente el ser humano sea tan codicioso que siempre quiere algo más y no se conforma con lo que ya tienen casi todos.

Pudo levantarse de la cama y localizar algo de ropa, así que se dispuso a andar por aquel edificio ruinoso, aquel paisaje de interior desolador, aquel cobijo que parecía estar hecho para almas errantes y cuerpos mutilados. Se decidió a pisar la calle con su pierna buena, pierna a la que le pedía un esfuerzo extra como el que le pide el entrenador a sus jugadores en el tiempo de descuento. Deambuló por el exterior de aquel recinto y no logró encontrar a nadie, la ansiedad se adentraba por su cuerpo como un intruso se cuela en una fiesta privada para boicotearla. No era bienvenida, pero así es ella, tan impertinente y cruel como el granizo lo es con la cosecha, como un disparo a quemarropa, como la lluvia después de tender la colada.

Tras varias horas en la calle en busca de las caras de su último recuerdo, que ya no sabía si le eran familiares o ajenas, pudo observar que no había un alma, no veía tampoco un solo cuerpo y, créanme, existen los cuerpos sin alma, son aquellos que que vagan por el mundo sin sentir emoción alguna, que solo ansían lo material y superfluo, centrados en la vaga misión de seguir únicamente con sus funciones vitales básicas. Entonces, se acercó a un semáforo en el que pudo ver un aviso que decía algo así como «declarada la cuarentena en todo el distrito, deben permanecer en sus casas hasta nueva orden», cartel que daba sentido a aquel continuo vigilar de los policías en su recuerdo. En una farola pudo leer otro mensaje sobre un virus mortal que perturbaba a la humanidad desde hacía semanas.

Era el único hombre en kilómetros a la redonda, tenía total libertad de movimientos y una ciudad para él solo. Se despojó de aquella sensación inhibidora de sentirse observado por los policías y se decidió a cumplir sueños como el de ir al cine solo y no escuchar a aquellos que van a mascar palomitas y despotricar sobre los unos y los otros, algo muy común en un país tan cainita como éste. Tenía la oportunidad de gritar en plena metrópolis sin ser tomado por un loco, al fin pudo poner la música que quería en su local preferido y disponer de toda la pista de baile.

Se dio cuenta que por una vez en la vida tenía algo que no tenía nadie en aquel momento, la libertad. Pero, ¿de qué le servía si no tenía el calor de los demás?, ¿de qué sirve tener algo si no lo puedes compartir con tus seres queridos?, ¿qué somos si no lo somos con alguien más?…las caras del recuerdo empezaron a volverse más familiares que ajenas y fue entonces cuando, entre tanta duda existencial, sentado frente una higuera ya marchita de un parque donde pasó su niñez, le vino a la cabeza parte de una canción de un viejo trovador afincado en la ciudad que decía algo así como…»y la vida siguió, como siguen las cosas que no tienen mucho sentido».

 

Enrique Plaza Lucas